viernes, 12 de noviembre de 2010

LA PROFECIA DE ARMERO

Por Carlos Mauricio Vega*  (Revista SEMANA) SABADO 6 DE NOVIEMBRE DE 2010



Arriba, en la cumbre, el glaciar estaba completamente amarillo y a veces color de limón. Era difícil caminarlo porque estaba erizado de agujas de nieve de un metro de altura, excavadas por el calor del cráter y talladas por el viento. Desde las alturas de la Mesa de Herveo o Nevado del encomendero Francisco Ruiz, como se conoce desde los tiempos de la Colonia esta montaña ígnea que los indios llamaban Cumanday, se veía la cumbre dorada de algunos estratocúmulos y, muy abajo, las luces de los pueblos de Caldas. Unos kilómetros arriba de nosotros, la enorme fumarola de vapor de agua y anhídridos sulfurosos se diluía en la estratosfera.

Habíamos escalado todo el día. Eran las 6:00 de la tarde del 31 de julio de 1985, y como estábamos cuatro grados al norte del ecuador teníamos 45 minutos más de luz solar que en noviembre: tiempo precioso cuando uno está en la montaña. Un viento crepuscular nos arrancaba la tienda de las manos como si fuera un globo, antes de que pudiéramos terminar siquiera de anclarla. Agotados y con mareo, no sabíamos si el dolor de cabeza que nos acompañaba era por el mal de altura o por el olor del azufre. Nos habíamos dado un adecuado tiempo de aclimatación en nuestro campamento a 4.500 metros de altura en los arenales, y habíamos bebido litros y litros de agua, tal como mandan los manuales. Pero habíamos respirado todo el día aquella pestilencia mientras escalábamos el Glaciar Sur o Glaciar de las Nereidas.

Seis meses atrás nos habíamos aventurado por primera vez en aquellos territorios. Ignorábamos que justo antes de Navidad, el 22 de diciembre de 1984, una explosión de humo de color verde limón y chispas naranja sobre el Nevado del Ruiz había precedido un gran incendio forestal. Tampoco sabíamos que los campesinos habían visto morir a los peces de la cuenca del Otún, del Recio y del Lagunillas, envenenados con azufre en ese mismo mes, tal como había ocurrido 145 años antes, según los reportes históricos. Carente de toda prudencia, decidí volver en ese julio con dos compañeros -Sergio Fajardo y Miguel Vidales- para escalar el Glaciar Sur de la montaña y ver de nuevo el espectáculo de la fumarola y los efectos de la erupción.

Con diversos compañeros había escalado el Nevado del Tolima, un volcán mucho más joven geológicamente que la sufrida Mesa de Herveo. Nos habíamos asomado varias veces al diminuto cráter, una angosta garganta de hielo vertical de 40 metros de profundidad que esconde la verdadera chimenea. Allá abajo reposan desde hace 35 años Jaime Lozano y Hermann González, 'Samurái', los que se atrevieron a buscar la puerta del centro de la Tierra y murieron al respirar el anhídrido sulfuroso. También habíamos estado atisbando la cumbre arenosa del Puracé y los dos anillos de hielo del enorme cráter del Cotopaxi, el volcán activo más alto del mundo. Y habíamos recorrido los desiertos lunares del Cisne y las gárgolas volcánicas de la Olleta y el bosque incipiente del fondo del Quindío. Sabíamos cómo luce un volcán muerto y ciertamente cómo luce uno dormido. Habíamos cruzado un par de veces la negra solfatara que sirve de entrada al abrupto glaciar del Nevado del Tolima y que se conoce como El Oído, y ahora acabábamos de asomarnos a la sopa de fangos burbujeantes del ancho cráter Arenas del Ruiz. Y ciertamente su aspecto de azules, amarillos y ocres hirvientes entre manchas de hielo y arenas sueltas era el de un demonio despertando: completamente distinto a todo lo que hubiéramos visto en una corta vida de montañismo. En esa segunda escalada del Ruiz en 1985, la diferencia en la cantidad de emisión de azufre era abismal.

Al otro día bajamos cabizbajos y circunspectos, hediendo a demonio y llenos de fango amarilloso desde las botas hasta los ojos y desde la cuerda hasta los talegos de dormir, pasando por las medias. Sergio Fajardo dijo: "Si esta montaña llega aunque sea a carraspear, se va a llevar por delante a Manizales y a Mariquita".

Faltaban exactamente 105 días para que esa cascada de bloques de hielo se convirtiera en 100 millones de metros cúbicos de fango arrojados sobre Armero, a 100 kilómetros por hora. Esta ola llena de piedras incandescentes se llevó por delante todo cuanto encontró en los 25 kilómetros de valle que hay entre Armero, Cambao y Ambalema. Tal como lo había hecho en 1592, 1700 y 1845, y tal como lo hará de nuevo, siguiendo su inexorable pulso vital, en 2095 y 2235. El glaciar, que hoy tiene 11 kilómetros cuadrados y unos 400 millones de metros cúbicos de hielo, pende sobre nosotros a los 5.300 metros. A pesar del deshielo provocado por la erupción y el calentamiento global, esta espada de Damocles apunta todavía a unos cinco millones de personas y una veintena de ciudades del centro del país.

En febrero de ese mismo año, uno de los decanos de la escalada en Colombia, el montañista suizo Antoine Faber, había escalado el Ruiz en calidad de geólogo, enviado por el Ingeominas. Faber, especializado en prospecciones petroleras, no era experto en vulcanismo, y cuando intentó descender, los gases se lo impidieron. Hizo una juiciosa descripción del estado del cráter, a partir de la cual, según él mismo, no podía concluir nada, porque no tenía contra qué compararla. A partir de esa observación, y de acuerdo con sus compañeros los geólogos Darío Mosquera y Alberto Núñez, recomendaron a todos los funcionarios de entidades estatales y no estatales de la Hidroeléctrica de Caldas, el Inderena, Inravisión, el Ejército y hasta del Incora llevar un diario de los eventos volcánicos y realizar una investigación sobre la historia de las emisiones volcánicas de la región para poder medir los riesgos.

Ingeominas conceptuó que la actividad del volcán era normal y que por ello no había un peligro inmediato. Tal vez olvidó que la actividad normal de un volcán es hacer erupción. Se pidieron 56 millones de pesos para una red de observación sismológica, y en agosto los reportes eran cada vez más alarmantes. El 11 de septiembre hubo una nueva erupción de gases, vapor de agua y lluvia de arena sobre los municipios vecinos.

En los archivos de Ingeominas reposa un informe del coronel Joaquín Acosta, publicado por la Academia de París en 1849, en el que describe la erupción y posterior lahar del Ruiz por el río Lagunillas en 1845, y que parece escrita hace 20 años. Reportaba Acosta que el fango cubrió 16 kilómetros cuadrados y mató a 1.000 personas, casi todas cultivadores de tabaco de la región de Ambalema.

Con base en la memoria de Acosta, el ingeniero, abogado y académico colombiano Ramón Guerra Azuola escribió en 1882 una memoria efectuada a partir de excavaciones hechas en el terreno donde se iba a fundar Armero. Guerra Azuola concluyó que los lahares son periódicos y se repiten con un intervalo exacto. Aun así, fundaron la próspera ciudad agrícola en toda la desembocadura del cañón del Lagunillas al valle.

De acuerdo con estos documentos, el historiador y musicólogo tolimense Héctor Fabio González escribió un artículo para explicar que de acuerdo con las observaciones de los científicos, las erupciones del Ruiz y sus consecuentes lahares de fango se producían con periodicidad alternada de 140 años y nueve meses y 110 años y dos meses. El único que lo publicó fue el pequeño diario El Derecho de Ibagué, el 18 de octubre de 1985. Allí se calculaba que de acuerdo con ese calendario geológico, la nueva erupción tendría lugar en la segunda semana de noviembre de 1985, y que las erupciones pequeñas eran solamente un abrebocas, un pequeño antecedente de lo que sobrevendría.

González envió su artículo a las redacciones de varios diarios nacionales. Enrique Santos Calderón, por entonces editor dominical de El Tiempo, lo vio en su mesa de trabajo dos semanas antes de la erupción y lo dejó a un lado por demencial. Santos publicó el artículo cinco días después de la catástrofe, con una breve nota de arrepentimiento y perplejidad.

Otro profeta de las redacciones de los periódicos fue el agrónomo y aviador aficionado Guillermo Cajiao, quien llevaba por entonces 10 años sobrevolando los cráteres de los volcanes de la cordillera Central. Cajiao observó las primeras señas de reactivación del Ruiz en 1977 y había visto su evolución y quiso advertir del evidente peligro. Pero cada vez que aparecía por la redacción de un periódico con sus fotografías en las manos, los periodistas huían de él como de un apestado. "Ahí viene el demente de los volcanes", decían. Fue a través de Cajiao y del escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal que el del Ruiz llegó a oídos del famoso vulcanólogo Haroun Tazieff. Paulatinamente, la atención de los científicos del mundo fue tornándose hacia el Ruiz. Ellos previeron que en caso de caída de material incandescente sobre los glaciares, un 10 por ciento de la masa de hielo podría descongelarse y fluir, y que la posibilidad de una erupción era del orden del 100 por ciento.

El Ministerio de Minas solicitó asesoría a la oficina de Asistencia en Desastres de la ONU (Undro). A vuelta de correo, el gobierno colombiano recibió la última versión del Manual de Manejo de Emergencias Volcánicas, que resalta algo aparentemente obvio, y es que no deben edificarse poblaciones sobre el paso de lahares. Pero en Colombia, como en muchas partes del mundo, hay cuatro capitales de departamento (Pasto, Popayán, Ibagué y Manizales) y al menos 20 municipios grandes en tal situación. Entonces, la única posibilidad de salvar a la gente expuesta a una catástrofe de este calibre es evacuar. Pero el manual advertía que los políticos solían ser el mayor obstáculo, pues las evacuaciones son impopulares y restan votos.

En Armero no funcionaron las alarmas, no hubo entendimiento entre la Alcaldía y la Gobernación, ni hubo una orden de evacuar sino hasta cuando se detectó la erupción unas pocas horas antes del lahar. Ni muchísimo menos una comunicación masiva adecuada para la población. Muchos funcionarios no quisieron oír la advertencia final del Ingeominas, que en la semana del desastre advirtió que en caso de erupción la avalancha de lodo era inminente.

No obstante, hubo un héroe: el alcalde de Armero, Ramón Rodríguez. Y un político que cumplió a carta cabal con su responsabilidad: el congresista caldense Hernando Arango Monedero.

Ramón Antonio 'Moncho' Rodríguez fue hasta el último instante de su vida un convencido de que había que evacuar la población. Se quejó de que el represamiento de aguas de la vereda El Sierpe era responsabilidad del vecino municipio de El Líbano, pero que Armero iba a poner los muertos. Con ocasión de la pequeña erupción ocurrida en septiembre y de las varias lluvias de arena y ceniza volcánica que cubrieron los techos de Armero en esas semanas, 'Moncho' acosó al gobernador del Tolima, Eduardo García Alzate, para que lo apoyara y diera la orden de evacuación. Según testimonios recogidos por diversos periodistas de la época, el Gobernador terminó por rechazar su perenne letanía de evacuación. La última vez que hablaron, según contó el periodista Germán Santamaría, 'Moncho' le advirtió que Armero iba a desa-parecer bajo las aguas de la represa de El Sierpe o por el deshielo provocado por la erupción. García Alzate recibió la frase entre risas y nunca más volvió a atenderlo.

En Bogotá, mientras tanto, el representante a la Cámara Humberto Arango Monedero citó el 24 de septiembre de 1985 a cuatro ministros del gobierno de Belisario Betancur y les advirtió sobre la erupción inminente del volcán Nevado del Ruiz. "No quiero ser profeta de desgracias, pero los fenómenos que vienen sucediendo nos conducirán ya no a presagios sino a la catástrofe misma. Hay amenazados 16 departamentos y tres millones de personas. Que no se diga que no se advirtió al Estado de cumplir con sus funciones a tiempo".

Los ministros, con el gesto inequívoco de quien está perdiendo el tiempo frente a un sujeto que simplemente pretendía ganar vitrina política, contestaron un cuestionario sobre medidas preventivas y aseguraron que "no se incurrirá" en imprevisiones para manejar la situación.

La actitud indiferente y poco consciente del Ministro de Minas, del Gobernador del Tolima, del Ministro de Obras y de la Presidencia frente a la contundencia científica simplemente confirmaba la advertencia del Manual de la ONU sobre que son los políticos el mayor riesgo en caso de erupción.

La noche del 13 de noviembre, luego de una muy difícil reunión de tres horas en Ibagué, los expertos de la Cruz Roja y de las entidades del departamento del Tolima recomendaron dar la orden de evacuación. A las 9:30, los funcionarios de la red de alertas establecida por Ingeominas entre los guardianes y operarios de las antenas de retransmisión ubicadas a 4.000 metros de altura cerca al páramo de Letras reportaron el comienzo de la erupción.

Esa noche, el gobernador García Alzate se negó a pasarle al teléfono al alcalde de Armero. Dicen que estaba jugando billar.

'Moncho' Rodríguez era radioaficionado y estuvo conectado con otros radioaficionados de Ibagué esa noche. A las 11:30 un rugido de 1.000 trenes invadió Armero, junto con la explosión de la central eléctrica. Lo último que dijo 'Moncho' fue: "Un momento. Esto se está inundando".

Pese a toda la evidencia científica, el gobierno no solo no hizo nada por adelantar una evacuación, sino que fue absuelto en tres instancias en casi un millar de demandas que por 80.000 millones de pesos se levantaron en su contra. En 1991, lo absolvió el Tribunal Superior del Tolima; en 1994, el Consejo de Estado, y más recientemente, la Corte Suprema de Justicia. La sentencia de las tres instancias rezaba lo mismo: que los eventos de la naturaleza son imposibles de prevenir y de controlar y que no les cabe fallo en la responsabilidad a los funcionarios por estos hechos.

La tragedia volcánica que arrasó con Armero y parte de Chinchiná fue la segunda en gravedad en el siglo XX luego de la del monte Peleé, en 1904, con 30.000 muertos, y una de las mayores de la historia junto con las erupciones del Krakatoa, en 1893, la del monte Santa Helena y, por supuesto, la del Vesubio. Los indicios permitieron prever la tragedia casi con horas de aproximación. Pero muy pocos quisieron oír la contundencia de los datos científicos e históricos.

Ocho días después de la catástrofe bajé a Armero por primera vez en mi vida. Me topé con los 'valancheros', esas ratas humanas que rastreaban entre el fango para arrancar relojes y muelas de oro a los cadáveres, como criminales nazis, y me convertí en uno de ellos. Un 'valanchero' cultural. Hice decenas de reportajes y entrevistas. Durante meses tuve en la nariz el olor de barro podrido con azufre y cadáver, y me acostumbré a ver en las pocas calles que quedaron en pie los cráneos pelados y los rostros aterrados de algunos de mis 22.000 compatriotas que murieron allí mientras el Gobernador del Tolima jugaba billar y su alcalde moría en su puesto de mando. Era lo menos que podía hacer luego de haber estado allá arriba, trepado sobre el agua congelada que les iba a caer encima.

Nunca más volví a escalar el Ruiz. Volví más tarde a dejar las cenizas de mi padre en La Olleta, su cráter subsidiario, y también escalé muchas veces el Tolima, tan noble como peligroso. Luego de ver los mapas de riesgo de Ingeominas, que ingenuamente excluyen a Manizales de la zona de riesgo de explosión del Ruiz, y los barrios del sur de Ibagué que crecen al pie del cañón del Combeima, a 25 kilómetros en línea recta del cráter del Tolima, no puedo menos que recordar otra crónica histórica que cuenta cómo el Combeima trajo un lahar en 1793 y cómo fray Pedro Simón contó del ruido que se oyó "en todo el reino", en marzo de 1592, cuando el Ruiz explotó una vez más.

Cada explosión volcánica es simplemente un pulso más del planeta Tierra, un latido de un ritmo tan lento que simplemente no alcanzamos a percibir ni media pulsación en el curso de una corta y simple vida. El siguiente pulso está en marcha. Ya pasaron 25 años: faltan solo 85.

1 comentario:

  1. exelente dato historico y critico ademas, este gobierno de apestoza ambicion que jamas les importa el pueblo quien final mente es el que paga las consecuencias de sus mamaderaas de gallo, un ejemplo es que parte de armero ya esta siendo repoblada para que en poco tiempo sea la otra barrida de campesinos y niños inosentes.

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